Hace ya dos semanas del viaje a Atlanta. Y con los días uno puede pensar que la memoria le va siendo traicionera e inexacta a uno. Muy probablemente ello sea cierto, pero creo que lo que queda en nuestras mentes como memoria siempre se encontrará –como decía el personaje principal de la película Big Fish– más “condimentado” que los hechos puros. Nuestros recuerdos no son sólo la lista de nuestras acciones unas tras otras, sino una historia sazonada con sal y pimienta, y muy cercana a la realidad, lo suficiente para ser creíble.
Como siempre, unas horas antes, mi cuerpo me recordaba que mi mente le teme a los aviones. El nerviosismo que sentía era evidente. Cené con pocos ánimos, a pesar que la comida fue deliciosa. Me preparé y a pocos minutos después de las nueve llegó el taxi a recogerme. ¡Y que tal taxi! Es la primera vez que un Mercedes negro se detiene frente a mi puerta a esperarme, y espero que no sea la última. El conductor me ayudó con la maleta y nos dirigimos hacia el aeropuerto, con un poco de dificultad ya que me percaté que Breña era territorio desconocido para el chofer.
De una forma u otra llegamos a la Av. Faucett y nos dirigimos rápidamente por la vía rápida del centro. En verdad no entiendo la razón de un peaje para tan corto recorrido, pero así es mi patria.
Ya en el aeropuerto me dirigí al counter de Delta y afortunadamente recordé llevar mi tarjeta de viajero frecuente para llenarla con las correspondientes millas hasta Atlanta. La fila era larga, pero ya estoy acostumbrado a esos menesteres. Bajo mi tensión, me sentí un poco más cómodo e hice mi trámite en counter. Mi celular sonó pero no lo atendí. El número era desconocido pero supuse que tendría algo que ver con el viaje pues nadie me llama los sábados por la noche, y no es que mi vida sea muy aburrida, sino que sencillamente no es lo usual.
Y, como pensé, la llamada tenía que ver con el viaje. Cuando devolví la llamada me di cuenta que era el representante de la agencia de viajes tratando de localizarme para darme el sticker del pago de impuestos. Nos reunimos en la puerta y me preguntó por Walter y Verónica –los otros dos periodistas con los que iría al viaje– pero yo no sabia nada de ellos, ni los conocía ni tenía forma de localizarlos. Dejé al representante en la puerta y me fui a la sala de embarque, ahí podría sentarme y descansar, y hacer la llamada de costumbre antes de subir al avión.
Cuando subí el espectáculo fue el de siempre. Familias llorando por un familiar que seguramente no volverían a ver en mucho tiempo, amigos tomándose fotos, otros cenando en los restaurantes y los avisos por los parlantes que no paraban de recordarnos que los aviones partían y llegaban unos detrás de otros.
No esperé mucho. Decidí entrar lo más rápido posible para pasar los controles y poder sentarme tranquilo. Migraciones fue lo peor. La fila era enorme y pensé que perdería mucho tiempo ahí. Y efectivamente así sucedió. Pasar los rayos X y el detector de metales me llevó menos tiempo. Al final, pude llegar a un asiento y esperar a que llamaran a embarque. Nuevamente, me empecé a sentir nervioso.
Como siempre, unas horas antes, mi cuerpo me recordaba que mi mente le teme a los aviones. El nerviosismo que sentía era evidente. Cené con pocos ánimos, a pesar que la comida fue deliciosa. Me preparé y a pocos minutos después de las nueve llegó el taxi a recogerme. ¡Y que tal taxi! Es la primera vez que un Mercedes negro se detiene frente a mi puerta a esperarme, y espero que no sea la última. El conductor me ayudó con la maleta y nos dirigimos hacia el aeropuerto, con un poco de dificultad ya que me percaté que Breña era territorio desconocido para el chofer.
De una forma u otra llegamos a la Av. Faucett y nos dirigimos rápidamente por la vía rápida del centro. En verdad no entiendo la razón de un peaje para tan corto recorrido, pero así es mi patria.
Ya en el aeropuerto me dirigí al counter de Delta y afortunadamente recordé llevar mi tarjeta de viajero frecuente para llenarla con las correspondientes millas hasta Atlanta. La fila era larga, pero ya estoy acostumbrado a esos menesteres. Bajo mi tensión, me sentí un poco más cómodo e hice mi trámite en counter. Mi celular sonó pero no lo atendí. El número era desconocido pero supuse que tendría algo que ver con el viaje pues nadie me llama los sábados por la noche, y no es que mi vida sea muy aburrida, sino que sencillamente no es lo usual.
Y, como pensé, la llamada tenía que ver con el viaje. Cuando devolví la llamada me di cuenta que era el representante de la agencia de viajes tratando de localizarme para darme el sticker del pago de impuestos. Nos reunimos en la puerta y me preguntó por Walter y Verónica –los otros dos periodistas con los que iría al viaje– pero yo no sabia nada de ellos, ni los conocía ni tenía forma de localizarlos. Dejé al representante en la puerta y me fui a la sala de embarque, ahí podría sentarme y descansar, y hacer la llamada de costumbre antes de subir al avión.
Cuando subí el espectáculo fue el de siempre. Familias llorando por un familiar que seguramente no volverían a ver en mucho tiempo, amigos tomándose fotos, otros cenando en los restaurantes y los avisos por los parlantes que no paraban de recordarnos que los aviones partían y llegaban unos detrás de otros.
No esperé mucho. Decidí entrar lo más rápido posible para pasar los controles y poder sentarme tranquilo. Migraciones fue lo peor. La fila era enorme y pensé que perdería mucho tiempo ahí. Y efectivamente así sucedió. Pasar los rayos X y el detector de metales me llevó menos tiempo. Al final, pude llegar a un asiento y esperar a que llamaran a embarque. Nuevamente, me empecé a sentir nervioso.