Cuando vi pasar la procesión frente a mi casa no me atreví a salir. Había mucha gente, era de noche y a los pocos años que tenía entonces sólo me quedó observar por la ventana. Cristo se veía agonizante, adolorido y los rostros de mis vecinos –de mis vecinas, especialmente– denotaban algo de tristeza. Creo que no entendía la devoción o al menos no sabía cómo encontrarla en esos rostros tristes.
No entendía tampoco porque habían matado a Jesús. Después de todo, no hizo nada malo, de acuerdo a todas las películas que había visto entonces. Jesús era el héroe que ofrendaba su vida por nosotros, pero yo no entendía porqué. Si hubiese muerto sacando del fuego a alguien, o hubiese cambiado su vida a cambio de que los romanos no mataran a los judíos lo hubiese entendido más fácilmente. Pero nadie me explicó.
Sólo cuando crecí y –hay que decir la verdad– me lo explicaron unos amigos evangélicos, comprendí el algo intrincado mecanismo que hacía que su muerte nos salvara. Entonces lo comprendí, y también entendí porqué no me habían explicado nada de chico: no lo hubiera entendido.
Pero no sé si todos lo entienden, y no sé tampoco si es necesario que todos tengan un entendimiento teológico de lo que Jesús hizo. Yo lo necesitaba, pero mi mamá, por ejemplo, no. Ella simplemente cree y siento que en realidad ese es el mejor tipo de fe, quizás sea el único.
“Yo te creo si tú me dices algo”, me dice con sencillez mi mamá cuando conversamos sobre ‘religión’. Sí, quizás ella me crea todo lo que le digo pero estoy seguro que lo que yo pueda demostrarle no le movería ni un milímetro su fe.
Creo que debe ser bueno tener fe. Sobre todo en Dios.