sábado, 8 de junio de 2013

Mi incursión en la política

Recuerdo que hace muchos años un pariente mío decidió postular a la alcaldía de mi distrito; bueno, en realidad lo postularon fruto de su participación en una reunión partidaria en la que él era el único vecino del distrito en el que vivía.

– ¿Quién vive ahí?, preguntó, de acuerdo a otro pariente mío que participó en la misma reunión partidaria, uno de los organizadores del evento.

Mi pariente levantó inocentemente su mano.

– Tú serás el candidato entonces, organiza tu comité de campaña; le dijeron, de acuerdo siempre al mismo otro pariente.

Obviamente su “comité de campaña” era un eufemismo para referirse a los parientes y amigos que aceptaran ayudarlo en la empresa electoral. Uno de los cuales fui yo.

Mi participación fue básicamente anímica hasta bien entrada la campaña. De hecho, fue mi hermano, diestro en la confección de carteles, el que me iba poniendo al tanto de los avances de nuestro pariente.

Nuestro candidato era optimista. El alcalde de ese entonces era un acciopopulista que no había realizado una gestión que se podría considerar exitosa. El distrito no se encontraba en su mejor momento y eso abonaba a la posibilidad de ganarle en la contienda electoral.

Mi hermano me contó que con los pocos recursos con los que se contaba organizaron caminatas en las que mi pariente se acercaba a los transeúntes y les daba la mano y les indicaba los lineamientos básicos de su plan de trabajo para la municipalidad. Otro de mis parientes, bastante conocedor de los vecinos del distrito, lo acompañaba para “presentarlo” cuando se topaba con un grupo que conociera.

Todos fueron destinatarios de sus saludos, incluso aquellos desfavorecidos que pasaban las noches libando algún licor en las calles del distrito tuvieron la oportunidad de estrechar la mano del candidato.

Mi hermano me contaba que todo iba viento en popa. El alcalde evidentemente gastaba todos sus recursos para renovar su mandato pero al conversar con los vecinos se notaba un descontento hacia él. Era la oportunidad de destronarlo aprovechando las debilidades de su gestión. Además, me contaba mi hermano, la candidatura de nuestro pariente parecía haber pegado, las sonrisas se multiplicaban entre los vecinos y los apretones de mano se veían sinceros.

Las caminatas, el único recurso al que se podía acudir entonces, parecían estar funcionando, los vecinos respondían positivamente cuando se les preguntaba si estaban dispuestos a votar por nuestro pariente.

“Creo que podemos ganar”, recuerdo que me dijo mi hermano. Su entusiasmo se me contagió, debo confesar. Y ¿por qué no? Mi pariente era un profesional exitoso y conocido en el distrito y el distrito era pequeño, las caminatas lo habían acercado a los vecinos que lo conocían pero también a los que no conocían su trayectoria. Era factible el triunfo electoral, pensaba.

Cuando ya se acercaba la fecha de las elecciones había que hacer un último esfuerzo, así que decidimos colocar todos los afiches que se pudiera en el distrito.

Mi tío le tomó una serie de fotos y de entre ellas se escogió aquella en la que nuestro pariente se mostraba triunfador, con los brazos en alto, como un jugador que acaba de meter un gol en la final del mundial. Su mirada hacia arriba lo asemejaba a un profeta que conversaba con Dios. Sin duda, era LA FOTO.

Los afiches se confeccionaron rápidamente y se decidió colocarlos en una de las madrugadas más próximas a las elecciones.

Mi apoyo ya no podía seguir siendo anímico, tenía que ‘poner el hombro’.

Llegué a la oficina de campaña –la casa de un primo– una madrugada junto con mi hermano. Ahí nos encontramos con el resto del comando de campaña que básicamente estaba conformado por los parientes que vivíamos por los alrededores, más dos jovencitos que se contrató con el exiguo presupuesto de campaña.

Nos apertrechamos con una buena cantidad de afiches y nos repartimos el distrito. Las zonas más alejadas se las dejamos a los chicos, nosotros –los voluntarios– tomamos las cercanías.

Pegamento y afiches, esa era todo nuestro capital electoral entonces, y muchas ganas de ayudar al candidato.

Empezamos el recorrido y colocamos los afiches en cuanto espacio virgen pudimos divisar. Algunos otros candidatos ya habían pegado sus fotos en algunas zonas pero, en verdad, habían dejado suficiente espacio como para terminar de apuntalar la candidatura del partido –cuyo nombre no recuerdo en estos momentos.

Pegamos y pegamos afiches durante una hora y nos sentíamos optimistas por el posible resultado que veríamos en unos días. Yo no lo sabía entonces pero casi fui inscrito como candidato a regidor de la lista, acompañando a mi pariente; sin embargo, el desconocimiento de mi número de libreta electoral –en esa época no había DNI– por parte del representante de la lista al momento de la inscripción me privó de ese privilegio.

Recuerdo que casi al final de nuestra jornada una anciana salió de su casa a divisar nuestro trabajo y a vigilar que no pegáramos nada en su muro. Sin embargo, su esfuerzo fue en vano.

Detrás nuestro escuchamos un rumor de autos y personas; por una de las calles iban apareciendo luces y voces en cantidades que no creíamos posibles. Un verdadero ejército de hombres y mujeres transportados en camionetas y autos comenzó a empapelar prácticamente toda la calle en la que nos encontrábamos.

Nos quedamos quietos, la anciana también se quedó quieta, estábamos impávidos al ver cómo el rostro del actual alcalde se multiplicaba hasta el infinito en todas las paredes de la cuadra. La faz de nuestro candidato, quedó oculta bajo una capa de afiches que nunca imaginé ver en mi vida. Era la obra de una maquinaria bien aceitada que funcionaba como un reloj suizo de la publicidad política callejera.

Luego de cambiarle la faz a la cuadra pasaban a la siguiente y así con todas las cuadras que nuestra vista alcanzaba a observar en aquella noche. Cuando ellos se fueron seguíamos quietos junto a la anciana que no atinó sino a entrar, derrotada, nuevamente a su casa. El alcalde nos observaba sonriente desde todos los muros de la calle, se seguía riendo cuando nos fuimos del lugar.

A pesar de ello seguíamos optimistas. Toda esa cantidad de papeles podía haber enterrado nuestro esfuerzo de madrugada pero no sería suficiente para hacer olvidar a los vecinos todas las caminatas que mi pariente dio por el distrito abrazando señoras, dando la mano a los hombres trabajadores del lugar y –seguramente– besando niños.

– Debemos estar segundos o primeros, creo que podemos ganar; me dijo mi hermano. Él no se basaba en ningún estudio de mercado, su instinto político le decía que los esfuerzos propagandísticos del alcalde no serían suficientes para vencer al cariño que los vecinos habían demostrado hacia nuestro pariente.

Cuando llegó el día de las elecciones ganó el candidato de Ricardo Belmont*. Nadie lo conocía –porque no había hecho campaña– pero igual ganó.


* Ese año Ricardo Belmont ganó la alcaldía provincial y muchas de las distritales, incluso en los distritos en los que no había presentado candidato. Cosas del electorado peruano.