lunes, 10 de junio de 2013

Los anticuchos de la felicidad

Ahora que la comida es un símbolo de peruanidad y que estamos dispuestos a invertir una parte de nuestras vidas en interminables filas con tal de saborear a los ‘consagrados’, recuerdo una época de mi vida en la que la comida era increíblemente deliciosa y monopólicamente mía; sin colas y sin esperas.

Ese paraíso gastronómico existía hace unos 30 años en la azotea de la casa de mi tía en Huánuco. Mi madre, mi tía, mis dos primas y yo nos reuníamos –durante mis vacaciones de colegio, en el verano– en ese escondido lugar para saborear durante horas una innumerable cantidad de anticuchos que habían sido elaborados ‘desde cero’ por mi madre y mi tía. La preparación de esos manjares tomaba todo un día –de hecho se tenía que comenzar el día anterior– pero el resultado fueron unas deliciosas tardes que han quedado en mi memoria como una marca de felicidad difícil de superar.

La casa era antigua, de quincha y adobe, aunque la mitad trasera era de cemento. En esa parte, sobre una pequeña cocina, se había acondicionado una pequeña azotea que servía para airear las ropas recién lavadas y ofrecer descanso a Perico, el simpático perro de mi tía.

La preparación de los anticuchos comenzaba con una visita al mercado central de Huánuco. Ahí se conseguían los corazones de res –dos, para dejar satisfechos a todos– y los palitos para ensartar los generosos trozos que comeríamos. También ahí se conseguían los demás ingredientes necesarios para la elaborar la salsa en la que se dejarían los trozos de corazón de un día para otro –marinar, creo que es el término– y que adquirieran ese inolvidable sabor.

El día anterior se cortaban las piezas y se las dejaba reposar.

Al día siguiente, casi a la hora del almuerzo, comenzábamos a preparar los carbones. Teníamos una pequeña parrilla anticuchera como las que usaban las vendedoras ambulantes más sencillas. Con eso nos bastaba, sólo requeríamos poner a la brasa tres o cuatro ‘palitos’ a la vez, aunque la espera por que salieran los primeros era insoportable.

Me gustaba ayudar con el fuego. Con un pedazo de cartón ayudaba a avivar los carbones que alguien más –no recuerdo quién– había prendido. Mis ansias por comer se incrementaban cuando veía que mi tía o mi mamá subían con el enorme tazón blanco lleno de palitos; era como un puercoespín que iríamos desnudando a medida que avanzaba la tarde.

El olor a carbón se transformaba cuando colocábamos los primeros palitos. El aire de la azotea adquiría un embriagador aroma que hasta ahora relaciono con el ruido encantador que se producía cuando los primeros trozos de corazón tocaban la parrilla. Ese sonido y ese olor se unen a la imagen de mi mamá apretando los palitos, a la de la pequeña columna de humo que subía de ellos y a los primeros esfuerzos de mi mamá por darles más sabor con una artesanal brocha confeccionada con panca (las hojas que cubren la mazorca de maíz) que antes había remojado en el líquido de marinado. El aceite que lo componía ocasionaba que, junto con el humo, se levantara ocasionalmente una pequeña llama amarilla. Era el principio de una de esas tardes.

Los primeros palitos eran para mí. Yo los tomaba y prácticamente los engullía mientras mis primas se reían por mi desesperación. Yo feliz.

Uno tras otro los palitos parecían pasar de la parrilla directamente a mi plato, y al de nadie más. Creo que en esos excesos me entretenía un momento hasta que me cansara de atragantarme; recién entonces las chicas comenzaban a disfrutar de sus palitos y me acompañaban en los gestos de satisfacción.

Con unas cuantas papas, que también colocábamos en la parrilla, completábamos el menú del día que, aunque simple, era absolutamente satisfactorio.

Ahora no recuerdo cuántas veces hicimos esto. Creo que no habrán pasado de tres veces –es decir, tres años– las ocasiones en que nos encerramos a disfrutar de estos momentos. Eran sólo para nosotros cinco y para nadie más. Y creo también que fueron de los mejores que viví durante mi niñez porque hasta ahora los recuerdo vívidamente, como si hubieran ocurrido ayer.

En una ocasión alguien tocó el timbre de la casa, pero decidimos no abrir. A quien haya sido mis disculpas, pero ese momento era sólo para nosotros. Y para nadie más.