sábado, 15 de junio de 2013

Viejo, mi querido (y habilidoso) viejo

Debo confesar que cuando me encontraba en el colegio era mi padre el que, en (varias) ocasiones, me ayudaba con el curso de “Formación Laboral”. Aquel curso –que no tenía relación alguna con su nombre– nos obligaba a desarrollar actividades tales como la construcción de un barquito de madera o el acabado de un cenicero de cerámica; actividades que, por supuesto, nunca más he tenido que repetir, menos aún dentro de mi campo laboral pues me gano la vida escribiendo en una computadora.

Pero, de todas maneras, tenía que aprobar ese curso, y mi padre me ayudó con ello.

No sé si alguno de mis sucesivos profesores del curso se habrá dado cuenta de que yo no tenía habilidad manual alguna. Mis torpes manos a duras penas podrían aprobar una de esas evaluaciones psicotécnicas en las que a uno le piden dibujar sobre una hoja de papel una persona, un ocaso o algún otro elemento para determinar nuestra lucidez. En realidad, creo que ni siquiera esos esbozos se encuentran hasta ahora dentro de lo que puedo lograr con mis capacidades.

lunes, 10 de junio de 2013

Los anticuchos de la felicidad

Ahora que la comida es un símbolo de peruanidad y que estamos dispuestos a invertir una parte de nuestras vidas en interminables filas con tal de saborear a los ‘consagrados’, recuerdo una época de mi vida en la que la comida era increíblemente deliciosa y monopólicamente mía; sin colas y sin esperas.

Ese paraíso gastronómico existía hace unos 30 años en la azotea de la casa de mi tía en Huánuco. Mi madre, mi tía, mis dos primas y yo nos reuníamos –durante mis vacaciones de colegio, en el verano– en ese escondido lugar para saborear durante horas una innumerable cantidad de anticuchos que habían sido elaborados ‘desde cero’ por mi madre y mi tía. La preparación de esos manjares tomaba todo un día –de hecho se tenía que comenzar el día anterior– pero el resultado fueron unas deliciosas tardes que han quedado en mi memoria como una marca de felicidad difícil de superar.

La casa era antigua, de quincha y adobe, aunque la mitad trasera era de cemento. En esa parte, sobre una pequeña cocina, se había acondicionado una pequeña azotea que servía para airear las ropas recién lavadas y ofrecer descanso a Perico, el simpático perro de mi tía.

La preparación de los anticuchos comenzaba con una visita al mercado central de Huánuco. Ahí se conseguían los corazones de res –dos, para dejar satisfechos a todos– y los palitos para ensartar los generosos trozos que comeríamos. También ahí se conseguían los demás ingredientes necesarios para la elaborar la salsa en la que se dejarían los trozos de corazón de un día para otro –marinar, creo que es el término– y que adquirieran ese inolvidable sabor.

sábado, 8 de junio de 2013

Mi incursión en la política

Recuerdo que hace muchos años un pariente mío decidió postular a la alcaldía de mi distrito; bueno, en realidad lo postularon fruto de su participación en una reunión partidaria en la que él era el único vecino del distrito en el que vivía.

– ¿Quién vive ahí?, preguntó, de acuerdo a otro pariente mío que participó en la misma reunión partidaria, uno de los organizadores del evento.

Mi pariente levantó inocentemente su mano.

– Tú serás el candidato entonces, organiza tu comité de campaña; le dijeron, de acuerdo siempre al mismo otro pariente.

Obviamente su “comité de campaña” era un eufemismo para referirse a los parientes y amigos que aceptaran ayudarlo en la empresa electoral. Uno de los cuales fui yo.

Mi participación fue básicamente anímica hasta bien entrada la campaña. De hecho, fue mi hermano, diestro en la confección de carteles, el que me iba poniendo al tanto de los avances de nuestro pariente.

Nuestro candidato era optimista. El alcalde de ese entonces era un acciopopulista que no había realizado una gestión que se podría considerar exitosa. El distrito no se encontraba en su mejor momento y eso abonaba a la posibilidad de ganarle en la contienda electoral.