sábado, 15 de junio de 2013

Viejo, mi querido (y habilidoso) viejo

Debo confesar que cuando me encontraba en el colegio era mi padre el que, en (varias) ocasiones, me ayudaba con el curso de “Formación Laboral”. Aquel curso –que no tenía relación alguna con su nombre– nos obligaba a desarrollar actividades tales como la construcción de un barquito de madera o el acabado de un cenicero de cerámica; actividades que, por supuesto, nunca más he tenido que repetir, menos aún dentro de mi campo laboral pues me gano la vida escribiendo en una computadora.

Pero, de todas maneras, tenía que aprobar ese curso, y mi padre me ayudó con ello.

No sé si alguno de mis sucesivos profesores del curso se habrá dado cuenta de que yo no tenía habilidad manual alguna. Mis torpes manos a duras penas podrían aprobar una de esas evaluaciones psicotécnicas en las que a uno le piden dibujar sobre una hoja de papel una persona, un ocaso o algún otro elemento para determinar nuestra lucidez. En realidad, creo que ni siquiera esos esbozos se encuentran hasta ahora dentro de lo que puedo lograr con mis capacidades.


Cuando me tocó construir el barquito de madera, sin dudarlo un segundo, le pedí el favor a mi padre. No recuerdo bien cuál fue el plazo que nos dieron pero sí que se lo indiqué a mi padre con la seguridad de que el barquito estaría terminado para la fecha pactada. No me preocupé más del tema.

El día de la presentación simplemente le pregunté a mi papá “¿y el barquito?”. Él y mi mamá se apresuraron a entregarme el barquito pero la expresión en sus rostros me indicaba que algo malo pasaba con la obra.

Me entregaron un barquito pintado de rojo, construido mediante la unión de varias maderitas que conformaban cada uno de sus lados. No había curvas, más bien el barquito tenía la forma de un retablo puesto de espaldas. Un pequeño mástil con unos diminutos trozos triangulares de tela pegada a él completaban la figura. Ciertamente, se veía como una obra realizada con no mucha destreza, quizás por la falta de tiempo.

Recuerdo que mi padre, sinceramente apenado, me dijo algo así como “disculpa, no me ha salido bien, no he tenido mucho tiempo”. “No te preocupes”, creo que le respondí. La verdad era justamente lo que alguien como yo podría haber construido.

También recuerdo perfectamente que en el colegio mi profesor, que se llamaba Marciano –no es broma–, cogió el barquito, lo miró, y escribió un 18 sobre él. Yo feliz. Al siguiente alumno de la lista no le fue bien, “tú no has hecho esto”, le dijo, observando un barquito que mostraba una manufactura superior, sus curvas eran tan logradas que ciertamente parecían el trabajo de un profesional, no el de mi compañero de clase.

Luego de tantos años, recuerdo con nitidez ese día pues fue una de las tantas ocasiones en las que mi padre me ayudó.

En realidad, él me sigue ayudando, es su forma de mostrarme su cariño, de decirme que me quiere. Obviamente, ya no se trata de barquitos de colegio sino de aquellas pequeñas tareas cotidianas en las que él considera –no sin razón– que si yo intervengo no van a quedar bien.

Cuando me mudé a mi departamento mi padre se presentó en la puerta con su taladro para hacer todos las perforaciones necesarias para cuadros y muebles. Sin embargo, no pudo hacer nada pues no tenía yo entonces nada qua colgar o pegar en las paredes. Cuando luego de mucho tiempo compré unos cuadros le pedí prestado su taladro para colgarlos yo mismo. A él no le gusta prestar sus herramientas, pero a mí me las dio con la confianza de que no se las estropearía –o me perforaría una mano. Eso me agradó.

Cuando era un niño de colegio fueron muchas las veces en las que él me indicó cómo hacer las cosas. Me pedía que lo acompañara cuando reparaba su auto o cuando cambiaba un caño o revisaba una conexión eléctrica. Yo sólo lo miraba y le alcanzaba las herramientas desganadamente porque nunca pensé que tendría que dedicar tiempo a esos asuntos ‘menudos’ de la vida. A pesar de ello algo aprendí.

Ahora ya con más de 40 años comprendo que todas esas cosas que me enseñó fueron simplemente la forma de prepararme para la vida. Mi educación, mis valores, mis creencias se las debo a él y a mi madre; y quizás yo no pueda hacer barquitos para mi hijo –cuando lo tenga– pero estoy seguro que mi papá me ayudará a enseñarle a hacer uno mejor que el mío.