lunes, 25 de julio de 2011

Un desconocido llamado José

Encontramos un hombre tirado en la calle. Liliana y yo habíamos salido a buscar un restaurante para cenar cuando en la cuadra siguiente a la nuestra vimos que alguien yacía sobre la pista. A su lado se encontraban sus anteojos y un poco más allá una bolsa con panes. Evidentemente se había caído.

Le preguntamos qué le había pasado, y comenzó a balbucear algo. Le entendí que la casa que teníamos al frente era la suya y que deseaba que le alcanzáramos sus anteojos. Se los alcancé y se los puse ya que él no atinaba a hacerlo. Al acercarme me di cuenta que el hombre había bebido, y que evidentemente su lamentable estado se debía a los efectos del alcohol.

Ya para ese momento había logrado sentarse sobre la pista y una vecina -que salió al vernos junto a él-  nos ayudó a ponerlo de pie. El vigilante de la cuadra también se acercó y nos dijo que hace unos momentos lo había dejado sentado en la vereda frente a su casa, sus llaves habían desaparecido y por ello no podía ingresar. Sólo le quedaba esperar a que una chica a la que le alquilaba una parte de su casa llegara para abrile la puerta.

El hombre me dijo que se llamaba José, al igual que yo, y que era funcionario de un ministerio. Al palpar sus bolsillos para buscar sus llaves no las encontramos pero sí hayamos pastillas contra la depresión. Me asusté un poco al pensar que podrían hacerle daño en combinación con el alcohol que le llenaba entonces el aliento.

Pero el vigilante nos dijo que no nos preocupáramos, que era habitual que el señor José llegara embriagado y buscara discutir con las personas. Pero no discutió con nosotros. Simplemente me apretó la mano -que sentía muy fría- y nos agradeció que nos hubiéramos acercado a ayudarle. Quería entrar a su casa.

«No puede señor, tiene que esperar a que alguien llegue con la llave», le dije. Siguió balbuceando, diciendo que quería entrar a su casa, que esa -señalando la pared verde limón frente a nosotros- era su hogar, pero que no había nadie ahí. Ningún familiar, ninguna esposa, o hijos que lo asistieran.

Estaba vestido con saco y corbata pero el polvo que lo cubría le infería un aspecto de desamparo. Su pronunciada calvicie, su bigote y sus anteojos me hicieron recordar la vieja imagen que tenía de uno de mis profesores de colegio. Quizás por eso me conmovio aún más su situación.

«Déjelo señor, ahí nomás», me dijo el vigilante. Su vecina ya se había retirado a su casa. Lo dejamos ahí, junto a su puerta, esperando que el vigilante lo cuidara en esa fria noche de invierno limeño.

En ese momento me dio miedo la soledad.