¿Se nota que soy un inconstante? Sí, claro. La última entrada de este humilde blog se escribió hace muchas lunas y esta inconstancia podría hacer creer a los lectores de este sitio que nada interesante ha pasado en mi vida desde entonces. Bueno, eso es cierto en parte. Este buen escritor –contra lo que dice mi jefe inmediato– tiene de vez en cuando algunos interesantes episodios de vida que vale la pena recordar, y chismosear. Uno de ellos, sin duda, fue mi doble asistencia a la Feria del Libro.
Para comenzar, por primera vez en mucho tiempo, me sentí bien de trabajar en La Molina, en la Av. La Molina, para ser exactos. Ya no solo me quedaba cerca la IBM o la San Ignacio de Loyola sino que también me encontraba a un paso –dadas las distancias que ahora me tengo que soplar desde La Molina hasta mi casa en Breña, eso me parece un paso– del Jockey Plaza. Por tanto, el primer día llegué fácilmente a la Feria, en poco tiempo y, sobre todo, con comodidad.
Mi primer día en el evento fue en la inauguración. Acordé con Liliana, mi novia, encontrarnos fuera de la Feria a las 7 de la noche. Pagamos los dos soles de entrada y como todo novio correcto acompañé a mi delgada, a buscar algunos libros para su trabajo; es decir, la acompañé a buscar literatura infantil y material de lectura para niños de primaria.
En realidad, lo que hice fue servirle de cola y sostenerle los materiales. Era poco el tiempo que ella tenía para revisar toda la Feria pues al día siguiente tenía que partir, nuevamente, rumbo a su trabajo, en Yauya, Ancash. Su misión era recopilar toda la información posible de la Feria antes del viaje; yo fungí de su asistente.
Así, me senté junto a Liliana en una sillita mientras una tía vendedora nos explicaba las maravillas de una colección para niños que costaba algo así como 250 dólares –sí, doscientos cincuenta dólares americanos. Afortunadamente, pensé, aún no tengo hijos; y cuando los tenga creo que voy a tener que enseñarles a leer usando este blog, porque esos precios me parecen como que un tanto exagerados.
Caminamos de stand en stand. Ella saltando como una gacela bibliotecológica –absorta en todo el material que deseaba revisar– y yo arrastrando mi humanidad detrás de ella. Estar gordo cansa, en serio.
Me di un tiempo para escapar y revisar algunos de los libros que me interesaban. Encontré por ahí un libraco enorme con imágenes de Da Vinci, a tan solo 1,040 nuevos soles –sí, mil cuarenta nuevos soles peruanos. Y una versión más económica del mismo –o sea, para misios– de tan solo 250 nuevos soles. Lo puede pagar con su tarjeta, caballero. Me dijo el vendedor. Si, claro, para que los bancos me quieran más, pensé. Paso. Quizás cuando mi jefe inmediato me herede sus ingresos –no sus deudas.
También me di cuenta que el celular es muy útil en estas ocasiones, simplemente dices estoy en el stand 120, subo y nos vemos en el 150, o algo así. El caso es que funcionó, nos reencontramos luego de mi breve escapatoria.
El final del día nos encontró en el stand de Norma, ya casi cuando empezaban a forrar con plásticos los demás stands, signo de que ya cerraban. Liliana siguió revisando libros, preguntando, pidiendo cotizaciones, apuntando precios y nombres en un papel. Y los stands seguían forrándose de plásticos negros, como los que se usan para los sacos de papas. Y a mí que no me gustan los cierres –quedar encerrado– estaba que jaloneaba a mi delgada para que nos vayamos. Lili, ya están cerrando, vamos. Ya, un ratito, y seguía viendo los libros. Finalmente, salimos.
Siguiente paso: encontrar la salida. No sé porque a alguien con mucho o poco criterio se le ocurrió que la salida a la hora del cierre debía ser una, la de atrás. Todas las demás se encontraban cerradas, pero no había nadie en esas salidas para decirle a uno, pobre naufrago, que vaya a la parte posterior. Alguien nos paso el dato y finalmente pudimos salir. Ya afuera, cansados, ella por el trajín, yo por el trajín y el sobrepeso, nos fuimos a reposar. Fin del día 1.
El día 2.
El último día de la Feria fue el domingo 3, pero yo no lo sabía. Javier, el corrector de la revista, había dejado olvidado su celular en la oficina el día anterior, así que me pidió que se lo alcanzara el domingo en algún lugar. Por teléfono le dije que en el Metro de Breña podríamos encontrarnos a las 3 p.m. del domingo. El aceptó. Suena gay… me dijo Hedler, que escuchó nuestra conversación, eso de encontrarse en el Metro. No importa.
Encontré a Javier, le di su celular y nos dijimos hasta la próxima. No había más que hacer. Era domingo en la tarde. Liliana ya había viajado a Yauya, así que antes que aburrirme, y que se me termine el sueldo de julio, pensé en llamar al Astuqui para ver si nos reuníamos con Hedler y hacíamos algo los tres. Nada. No contestaba su cel así que llame a una amiga, Sonia, para ver si quería ver Batman –la única película que me interesaba ver en esos momentos.
De alguna forma extraña la conversación celular comenzó con Batman y terminó sobre la Feria. Así fue que me enteré que ese domingo era el último día. No me quedaba otra. Me enrumbé tan rápido como pude al Jockey. Aquella fue una tarde con Piolín, Vargas Llosa y hasta Badani, video incluido. Pero creo que mejor dejo ese relato para la próxima entrada de este blog. Y las alabanzas a Batman (The Dark Knight…) para la subsiguiente.
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