El título de esta entrada es medio prestado. El original lo uso Alberto Fuguet en un post de su blog («La tierra bajo nuestros pies») y estaba acompañado por una foto que se convirtió en el símbolo del dolor y la devastación de Chile, luego del terremoto.
En esa foto un hombre sostiene, en medio de la destrucción dejaba por el tsunami, una bandera chilena rota y enlodada. Al verla uno no termina de convencerse que esos escombros que llenan la imagen alguna vez fueron parte de una ciudad de un país con el que tantas veces nos hemos comparado.
Chile se convirtió, por obra de la catástrofe, en el tema de conversación y de la noticia durante las últimas dos semanas. Sin embargo, antes se había convertido en nuestro benchmark, en el obligado punto de referencia para todo lo bueno y malo que nuestro país podía hacer en economía, negocios, cultura y hasta educación.
Con Chile desarrollamos así una relación ambivalente que se basaba, a la vez, en la envidia por sus asombrosas cifras económicas pero también en el rencor por las historias de maltrato hacia nuestros compatriotas.
¿Cómo confiar en un país que compra tantas armas, que maltrata a nuestros compatriotas, que se atribuye nuestro patrimonio, que nos ganó una guerra?