La muerte de Heath Ledger le dio un toque aún más siniestro a la película Batman, el Caballero de la Oscuridad. Ya no bastaba que fuera la segunda entrega de un Batman más humano, rayado y confundido entre el bien y el mal, sino que el actor que interpretó al Guasón lo hizo magistralmente para luego morir por una sobredosis de calmantes. Algunos reclaman para él un Oscar póstumo, lo cual le imprimió aún más sensacionalismo a la película y generó incluso en los poco interesados en las historias del hombre murciélago unas ganas irrefenables de ir a ver la cinta. Yo fui uno de ellos.
La primera vez que leí sobre The Dark Knight fue en la edición de DedoMedio que tiene en su portada precisamente a un sonriente Ledger, como si nada pasaba. Ahí se despacharon con todo lo que habían leido y visto sobre la cinta y sobre la vida del actor. En el artículo se podía leer que la actuación del Guasón fue icónica, que ver a Ledger preparando el personaje era como presenciar una sesión de espiritismo en la que el Joker se apoderaba del cuerpo del actor y muchas otras cosas más que se escribieron a la manera del reventar de una sarta de ratas blancas, pero con buen estilo. El artículo en suma estuvo magníficamente bien escrito y me generó aún más deseos de ver la película.
Temi decepcionarme. Despues de que le reventaron tantos cuetes al Guasón temí que todo fuera obra del marketing y del publicity que se manejó extraordinariamente desde gringolandia, que fuese una buena película que cayó en manos de un mejor publicista, o que todo no haya sido sino las ganas de inmortalizar a Ledger en su última actuación.
Afortunadamente, no fue así.
Si el relato de Verónica Klingenberger (Dedo Medio) fue extraordinario, la película es eso a la décima potencia. Sin embargo, lo paradójico es que más que una película sobre Batman la cinta de Nolan –el director– es más una cinta sobre el Guasón. Él se lleva la atención del público y es él el personaje mejor desarrollado. Quizás dentro de 10 años no nos acordaremos de la cinta con la misma euforia con la que lo hacemos ahora, y quizás ya no la consideremos un film icónico, pero por el momento es la mejor película que he visto en mucho tiempo.
Luego de ver el filme me lancé a buscar información sobre el Caballero de la Oscuridad. Y, oh sorpresa, lo blogósfera chola también se había ocupado en extenso del asunto. Ya no solo los blogs dedicados al cine hacían un espacio para comentar la peli sino que incluso espacios como el Utero TV y el blog del investigador Martín Tanaka, sitios dedicados generalmente al analisis político, dedicaban muy generosas líneas a la batipelícula. La trascendencia de la obra era manifiesta, como diría un viejo escritor.
Seria demás intentar comentar la cinta, sólo les aconsejo que vayan a la versión en inglés, que presten atención a los diálogos, a los detalles que van conformando la personalidad de estos dos anormales que se enfrentan (Batman y el Guasón). La escena del ferry lleno de prisioneros es dramática en extremo y la carga de introspección de los personajes es recontra evidente pero bien tratada. Batman simplemente se encuentra a un triz de dejarse llevar completamente por el vigilante que lleva dentro–no es ni por asomo un defensor a ultranza de los métodos legales–, y eso lo hace más humano.
¿Quieres ver una buena peli? Ve ésta, pero no lleves a tus hijos, sobrinos u otros menores. No es para ellos. Además, es una peli prolongada; aunque el tiempo se pasa volando cuando el relato es bueno y sientes que no sólo ha sido entretenimiento lo que viste ahí sentado en la oscuridad.
jueves, 14 de agosto de 2008
miércoles, 13 de agosto de 2008
La vuelta a la Feria
Pagué, de nuevo, los dos soles de la entrada –para los del exterior, si los hay, 1 sol = 0.69 dólares– e ingresé a la Feria. Como en la ocasión anterior, llamé por celular para conocer la ubicación exacta de mi amiga. Estoy con Piolín, en la cola para la firma de libros de Vargas Llosa. ¿Qué?
Me dio el número del stand y la encontré ahí, junto a unos cinco fanáticos que esperaban ser los primeros en pedirle autógrafo a nuestro casi Premio Nobel de Literatura. Piolín resultó ser un amigo común cuyo nombre guardo en reserva para evitar comentarios. ¿Por qué le dice Piolín? Creo que esa fue una de las cosas que me olvidé preguntarle ese día.
¿Y a qué hora llega Vargas Llosa? A las seis, me respondió entusiasmado el Piolín. Pero son las cuatro. Sí, pero vamos a ser los primeros. Bueno.
Había dos fanáticos más delante de él. En realidad era una señora con su hija. Atrás de Piolín otros cuantos más hacían la fila pacientemente, y cada vez eran más numerosos. Todos habían traído sus cámaras fotográficas para eternizar el momento de la firma y se pedían unos a otros el favor de tomarles la foto.
José tiene una carta de descuento en Editorial Norma. Pucha, ya me delató Sonia, y tendré que convertirme en mayorista de compras. Piolín empezó a hablar de los libros que le gustaría comprar de la editorial colombiana, y luego el recientemente adquirido amigo que lo seguía en la fila, y luego el otro, y el otro, y de pronto sentí que me encontraba en medio de un club de la fanaticada Norma. Bueno, al menos se notaba que los chicos leían duro, conocían a los escritores y se defendían esgrimiendo sus conocimientos literarios. Solo la señora con su hija pusieron cara de esta no es mi mancha.
O sea que se van a tomar la foto con Vargas Llosa, les dije como pasando a otro tema. Y comenzaron a pedirle a Sonia que tomara las fotos. A la vuelta pues.
Nos fuimos por ahí. Primero juntos, luego nos separamos de acuerdo a los intereses. Criticábamos precios y ofertas, hacíamos la finta como que comprábamos algo, preguntábamos, indagábamos y volvíamos a hacer como que íbamos a comprar algo. Que fregados ¿no?
Llegamos a Peisa y recuerdo que Sonia compró un libro de Bryce y yo «El Espía Imperfecto» para aprovechar un descuento que nos hacían. Nos separamos y adquirí otros dos libros más pero sobre economía. Uno de ellos comprado en el stand de la Universidad del Pacífico donde uno de los chicos que atendía –y que seguro jamás llevó un curso de marketing one-on-one– me preguntó algo así como El libro es bueno, pero ¿para que va a querer leerlo? Suficiente.
En la Feria uno se encuentra de todo. En mi caso me encontré con dos ex compañeros de trabajo. Uno, el Paco, con su hijo menor en un brazo y con su hija mayor en el cochecito que empujaba con su otro brazo. ¡Estaba hecho un papá! Me sentí un poco viejo. Conversamos un rato mientras llegaba su esposa y nos despedimos. Te tengo que contar mucho, pero mejor con unas chelas. Ya pues, invitación pendiente.
Al otro lo encontré, ¿dónde? En la cola para Vargas Llosa, pero mucho más lejos que Piolín. Y a un tercero –olvidaba a Ñiquen– en la cola de la caja de Editorial Norma. En ese momento recordé mi carta de descuento y quise aprovecharla pero el colón para pagar me desanimó.
Poco antes de las seis volvimos donde Piolín. El tumulto crecía alrededor porque Vargas Llosa se acercaba. Los fans le pidieron a Sonia que les tome la foto con el escritor; yo di un par de pasos atrás y enseguida el espacio que dejé se llenó de gente. Piolín, la señora con su hija y los otros fans ya no eran visibles. Un mar de gente ya nos separaba. Sonia también se perdió en medio del gentío. Los flashes iluminaban el stand. Como en una novela. ¿No?
Luego de un rato recibí la llamada de Sonia. Piolín se había retirado a hacer otra cola para escuchar a Vargas Llosa y ella se encontraba cansada de tantas horas de estar de pie. La verdad, yo también. Así que nos fuimos a la dizque «cafetería».
Compré una empanada y dos gaseosas. Como todos los años, la comida no era buena, las gaseosas no eran las que pedimos y, además, todo caro.
Conversamos por un rato hasta que llegó Badani –el que tiene seis esposas y diserta sobre sexo– para presentar su nuevo libro en el auditorio que se encontraba a un lado de la cafetería. Ese fue el último evento que presencié, de lejos, en la Feria del Libro de este año.
Por su puesto, hubo mucho más. La presentación del libro de Renato Cisneros fue todo un acontecimiento, y también jaló gente la disertación de Badani. Por otro lado, aunque propiamente no se produjo en la Feria, la entrevista de Spencer a Vargas Llosa también me ha parecido sensacional –creo que voy a votar por él para mejor blog. Les dejo el vínculo que también se encuentra entre mis recomendados de la barra derecha.
Bueno, fue otro año de Feria del Libro. Cada uno tiene sus cosas, pero nada como Batman, mi siguiente entrada. Chao.
PD: olvidé usar mi carta de descuento en el stand de Editorial Norma. Perdona Pilar.
Me dio el número del stand y la encontré ahí, junto a unos cinco fanáticos que esperaban ser los primeros en pedirle autógrafo a nuestro casi Premio Nobel de Literatura. Piolín resultó ser un amigo común cuyo nombre guardo en reserva para evitar comentarios. ¿Por qué le dice Piolín? Creo que esa fue una de las cosas que me olvidé preguntarle ese día.
¿Y a qué hora llega Vargas Llosa? A las seis, me respondió entusiasmado el Piolín. Pero son las cuatro. Sí, pero vamos a ser los primeros. Bueno.
Había dos fanáticos más delante de él. En realidad era una señora con su hija. Atrás de Piolín otros cuantos más hacían la fila pacientemente, y cada vez eran más numerosos. Todos habían traído sus cámaras fotográficas para eternizar el momento de la firma y se pedían unos a otros el favor de tomarles la foto.
José tiene una carta de descuento en Editorial Norma. Pucha, ya me delató Sonia, y tendré que convertirme en mayorista de compras. Piolín empezó a hablar de los libros que le gustaría comprar de la editorial colombiana, y luego el recientemente adquirido amigo que lo seguía en la fila, y luego el otro, y el otro, y de pronto sentí que me encontraba en medio de un club de la fanaticada Norma. Bueno, al menos se notaba que los chicos leían duro, conocían a los escritores y se defendían esgrimiendo sus conocimientos literarios. Solo la señora con su hija pusieron cara de esta no es mi mancha.
O sea que se van a tomar la foto con Vargas Llosa, les dije como pasando a otro tema. Y comenzaron a pedirle a Sonia que tomara las fotos. A la vuelta pues.
Nos fuimos por ahí. Primero juntos, luego nos separamos de acuerdo a los intereses. Criticábamos precios y ofertas, hacíamos la finta como que comprábamos algo, preguntábamos, indagábamos y volvíamos a hacer como que íbamos a comprar algo. Que fregados ¿no?
Llegamos a Peisa y recuerdo que Sonia compró un libro de Bryce y yo «El Espía Imperfecto» para aprovechar un descuento que nos hacían. Nos separamos y adquirí otros dos libros más pero sobre economía. Uno de ellos comprado en el stand de la Universidad del Pacífico donde uno de los chicos que atendía –y que seguro jamás llevó un curso de marketing one-on-one– me preguntó algo así como El libro es bueno, pero ¿para que va a querer leerlo? Suficiente.
En la Feria uno se encuentra de todo. En mi caso me encontré con dos ex compañeros de trabajo. Uno, el Paco, con su hijo menor en un brazo y con su hija mayor en el cochecito que empujaba con su otro brazo. ¡Estaba hecho un papá! Me sentí un poco viejo. Conversamos un rato mientras llegaba su esposa y nos despedimos. Te tengo que contar mucho, pero mejor con unas chelas. Ya pues, invitación pendiente.
Al otro lo encontré, ¿dónde? En la cola para Vargas Llosa, pero mucho más lejos que Piolín. Y a un tercero –olvidaba a Ñiquen– en la cola de la caja de Editorial Norma. En ese momento recordé mi carta de descuento y quise aprovecharla pero el colón para pagar me desanimó.
Poco antes de las seis volvimos donde Piolín. El tumulto crecía alrededor porque Vargas Llosa se acercaba. Los fans le pidieron a Sonia que les tome la foto con el escritor; yo di un par de pasos atrás y enseguida el espacio que dejé se llenó de gente. Piolín, la señora con su hija y los otros fans ya no eran visibles. Un mar de gente ya nos separaba. Sonia también se perdió en medio del gentío. Los flashes iluminaban el stand. Como en una novela. ¿No?
Luego de un rato recibí la llamada de Sonia. Piolín se había retirado a hacer otra cola para escuchar a Vargas Llosa y ella se encontraba cansada de tantas horas de estar de pie. La verdad, yo también. Así que nos fuimos a la dizque «cafetería».
Compré una empanada y dos gaseosas. Como todos los años, la comida no era buena, las gaseosas no eran las que pedimos y, además, todo caro.
Conversamos por un rato hasta que llegó Badani –el que tiene seis esposas y diserta sobre sexo– para presentar su nuevo libro en el auditorio que se encontraba a un lado de la cafetería. Ese fue el último evento que presencié, de lejos, en la Feria del Libro de este año.
Por su puesto, hubo mucho más. La presentación del libro de Renato Cisneros fue todo un acontecimiento, y también jaló gente la disertación de Badani. Por otro lado, aunque propiamente no se produjo en la Feria, la entrevista de Spencer a Vargas Llosa también me ha parecido sensacional –creo que voy a votar por él para mejor blog. Les dejo el vínculo que también se encuentra entre mis recomendados de la barra derecha.
Bueno, fue otro año de Feria del Libro. Cada uno tiene sus cosas, pero nada como Batman, mi siguiente entrada. Chao.
PD: olvidé usar mi carta de descuento en el stand de Editorial Norma. Perdona Pilar.
martes, 12 de agosto de 2008
La Feria del Libro
¿Se nota que soy un inconstante? Sí, claro. La última entrada de este humilde blog se escribió hace muchas lunas y esta inconstancia podría hacer creer a los lectores de este sitio que nada interesante ha pasado en mi vida desde entonces. Bueno, eso es cierto en parte. Este buen escritor –contra lo que dice mi jefe inmediato– tiene de vez en cuando algunos interesantes episodios de vida que vale la pena recordar, y chismosear. Uno de ellos, sin duda, fue mi doble asistencia a la Feria del Libro.
Para comenzar, por primera vez en mucho tiempo, me sentí bien de trabajar en La Molina, en la Av. La Molina, para ser exactos. Ya no solo me quedaba cerca la IBM o la San Ignacio de Loyola sino que también me encontraba a un paso –dadas las distancias que ahora me tengo que soplar desde La Molina hasta mi casa en Breña, eso me parece un paso– del Jockey Plaza. Por tanto, el primer día llegué fácilmente a la Feria, en poco tiempo y, sobre todo, con comodidad.
Mi primer día en el evento fue en la inauguración. Acordé con Liliana, mi novia, encontrarnos fuera de la Feria a las 7 de la noche. Pagamos los dos soles de entrada y como todo novio correcto acompañé a mi delgada, a buscar algunos libros para su trabajo; es decir, la acompañé a buscar literatura infantil y material de lectura para niños de primaria.
En realidad, lo que hice fue servirle de cola y sostenerle los materiales. Era poco el tiempo que ella tenía para revisar toda la Feria pues al día siguiente tenía que partir, nuevamente, rumbo a su trabajo, en Yauya, Ancash. Su misión era recopilar toda la información posible de la Feria antes del viaje; yo fungí de su asistente.
Así, me senté junto a Liliana en una sillita mientras una tía vendedora nos explicaba las maravillas de una colección para niños que costaba algo así como 250 dólares –sí, doscientos cincuenta dólares americanos. Afortunadamente, pensé, aún no tengo hijos; y cuando los tenga creo que voy a tener que enseñarles a leer usando este blog, porque esos precios me parecen como que un tanto exagerados.
Caminamos de stand en stand. Ella saltando como una gacela bibliotecológica –absorta en todo el material que deseaba revisar– y yo arrastrando mi humanidad detrás de ella. Estar gordo cansa, en serio.
Me di un tiempo para escapar y revisar algunos de los libros que me interesaban. Encontré por ahí un libraco enorme con imágenes de Da Vinci, a tan solo 1,040 nuevos soles –sí, mil cuarenta nuevos soles peruanos. Y una versión más económica del mismo –o sea, para misios– de tan solo 250 nuevos soles. Lo puede pagar con su tarjeta, caballero. Me dijo el vendedor. Si, claro, para que los bancos me quieran más, pensé. Paso. Quizás cuando mi jefe inmediato me herede sus ingresos –no sus deudas.
También me di cuenta que el celular es muy útil en estas ocasiones, simplemente dices estoy en el stand 120, subo y nos vemos en el 150, o algo así. El caso es que funcionó, nos reencontramos luego de mi breve escapatoria.
El final del día nos encontró en el stand de Norma, ya casi cuando empezaban a forrar con plásticos los demás stands, signo de que ya cerraban. Liliana siguió revisando libros, preguntando, pidiendo cotizaciones, apuntando precios y nombres en un papel. Y los stands seguían forrándose de plásticos negros, como los que se usan para los sacos de papas. Y a mí que no me gustan los cierres –quedar encerrado– estaba que jaloneaba a mi delgada para que nos vayamos. Lili, ya están cerrando, vamos. Ya, un ratito, y seguía viendo los libros. Finalmente, salimos.
Siguiente paso: encontrar la salida. No sé porque a alguien con mucho o poco criterio se le ocurrió que la salida a la hora del cierre debía ser una, la de atrás. Todas las demás se encontraban cerradas, pero no había nadie en esas salidas para decirle a uno, pobre naufrago, que vaya a la parte posterior. Alguien nos paso el dato y finalmente pudimos salir. Ya afuera, cansados, ella por el trajín, yo por el trajín y el sobrepeso, nos fuimos a reposar. Fin del día 1.
El día 2.
El último día de la Feria fue el domingo 3, pero yo no lo sabía. Javier, el corrector de la revista, había dejado olvidado su celular en la oficina el día anterior, así que me pidió que se lo alcanzara el domingo en algún lugar. Por teléfono le dije que en el Metro de Breña podríamos encontrarnos a las 3 p.m. del domingo. El aceptó. Suena gay… me dijo Hedler, que escuchó nuestra conversación, eso de encontrarse en el Metro. No importa.
Encontré a Javier, le di su celular y nos dijimos hasta la próxima. No había más que hacer. Era domingo en la tarde. Liliana ya había viajado a Yauya, así que antes que aburrirme, y que se me termine el sueldo de julio, pensé en llamar al Astuqui para ver si nos reuníamos con Hedler y hacíamos algo los tres. Nada. No contestaba su cel así que llame a una amiga, Sonia, para ver si quería ver Batman –la única película que me interesaba ver en esos momentos.
De alguna forma extraña la conversación celular comenzó con Batman y terminó sobre la Feria. Así fue que me enteré que ese domingo era el último día. No me quedaba otra. Me enrumbé tan rápido como pude al Jockey. Aquella fue una tarde con Piolín, Vargas Llosa y hasta Badani, video incluido. Pero creo que mejor dejo ese relato para la próxima entrada de este blog. Y las alabanzas a Batman (The Dark Knight…) para la subsiguiente.
Para comenzar, por primera vez en mucho tiempo, me sentí bien de trabajar en La Molina, en la Av. La Molina, para ser exactos. Ya no solo me quedaba cerca la IBM o la San Ignacio de Loyola sino que también me encontraba a un paso –dadas las distancias que ahora me tengo que soplar desde La Molina hasta mi casa en Breña, eso me parece un paso– del Jockey Plaza. Por tanto, el primer día llegué fácilmente a la Feria, en poco tiempo y, sobre todo, con comodidad.
Mi primer día en el evento fue en la inauguración. Acordé con Liliana, mi novia, encontrarnos fuera de la Feria a las 7 de la noche. Pagamos los dos soles de entrada y como todo novio correcto acompañé a mi delgada, a buscar algunos libros para su trabajo; es decir, la acompañé a buscar literatura infantil y material de lectura para niños de primaria.
En realidad, lo que hice fue servirle de cola y sostenerle los materiales. Era poco el tiempo que ella tenía para revisar toda la Feria pues al día siguiente tenía que partir, nuevamente, rumbo a su trabajo, en Yauya, Ancash. Su misión era recopilar toda la información posible de la Feria antes del viaje; yo fungí de su asistente.
Así, me senté junto a Liliana en una sillita mientras una tía vendedora nos explicaba las maravillas de una colección para niños que costaba algo así como 250 dólares –sí, doscientos cincuenta dólares americanos. Afortunadamente, pensé, aún no tengo hijos; y cuando los tenga creo que voy a tener que enseñarles a leer usando este blog, porque esos precios me parecen como que un tanto exagerados.
Caminamos de stand en stand. Ella saltando como una gacela bibliotecológica –absorta en todo el material que deseaba revisar– y yo arrastrando mi humanidad detrás de ella. Estar gordo cansa, en serio.
Me di un tiempo para escapar y revisar algunos de los libros que me interesaban. Encontré por ahí un libraco enorme con imágenes de Da Vinci, a tan solo 1,040 nuevos soles –sí, mil cuarenta nuevos soles peruanos. Y una versión más económica del mismo –o sea, para misios– de tan solo 250 nuevos soles. Lo puede pagar con su tarjeta, caballero. Me dijo el vendedor. Si, claro, para que los bancos me quieran más, pensé. Paso. Quizás cuando mi jefe inmediato me herede sus ingresos –no sus deudas.
También me di cuenta que el celular es muy útil en estas ocasiones, simplemente dices estoy en el stand 120, subo y nos vemos en el 150, o algo así. El caso es que funcionó, nos reencontramos luego de mi breve escapatoria.
El final del día nos encontró en el stand de Norma, ya casi cuando empezaban a forrar con plásticos los demás stands, signo de que ya cerraban. Liliana siguió revisando libros, preguntando, pidiendo cotizaciones, apuntando precios y nombres en un papel. Y los stands seguían forrándose de plásticos negros, como los que se usan para los sacos de papas. Y a mí que no me gustan los cierres –quedar encerrado– estaba que jaloneaba a mi delgada para que nos vayamos. Lili, ya están cerrando, vamos. Ya, un ratito, y seguía viendo los libros. Finalmente, salimos.
Siguiente paso: encontrar la salida. No sé porque a alguien con mucho o poco criterio se le ocurrió que la salida a la hora del cierre debía ser una, la de atrás. Todas las demás se encontraban cerradas, pero no había nadie en esas salidas para decirle a uno, pobre naufrago, que vaya a la parte posterior. Alguien nos paso el dato y finalmente pudimos salir. Ya afuera, cansados, ella por el trajín, yo por el trajín y el sobrepeso, nos fuimos a reposar. Fin del día 1.
El día 2.
El último día de la Feria fue el domingo 3, pero yo no lo sabía. Javier, el corrector de la revista, había dejado olvidado su celular en la oficina el día anterior, así que me pidió que se lo alcanzara el domingo en algún lugar. Por teléfono le dije que en el Metro de Breña podríamos encontrarnos a las 3 p.m. del domingo. El aceptó. Suena gay… me dijo Hedler, que escuchó nuestra conversación, eso de encontrarse en el Metro. No importa.
Encontré a Javier, le di su celular y nos dijimos hasta la próxima. No había más que hacer. Era domingo en la tarde. Liliana ya había viajado a Yauya, así que antes que aburrirme, y que se me termine el sueldo de julio, pensé en llamar al Astuqui para ver si nos reuníamos con Hedler y hacíamos algo los tres. Nada. No contestaba su cel así que llame a una amiga, Sonia, para ver si quería ver Batman –la única película que me interesaba ver en esos momentos.
De alguna forma extraña la conversación celular comenzó con Batman y terminó sobre la Feria. Así fue que me enteré que ese domingo era el último día. No me quedaba otra. Me enrumbé tan rápido como pude al Jockey. Aquella fue una tarde con Piolín, Vargas Llosa y hasta Badani, video incluido. Pero creo que mejor dejo ese relato para la próxima entrada de este blog. Y las alabanzas a Batman (The Dark Knight…) para la subsiguiente.
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