lunes, 27 de julio de 2009

Aquello que queremos evitar

Nunca me gustaron los velorios. Recuerdo que la primera vez que fui a uno de ellos era muy pequeño y creo que no terminaba de entender lo que sucedía.

Todos los vecinos de mi cuadra -al menos eso me parecía- se encontraban sentados en la pequeña casa de mi vecina en Magdalena, conversando alrededor de un ataud que estaba rodeado de flores. La Sra. Beta, amiga de mi mamá, estaba a un lado recibiendo las condolencias de los vecinos y amigos. Me acerqué y le dije lo que mis padres me dijeron: «mis mas sentidas condolencias». No sabía entonces qué eran las condolencias pero sabía que tenía que decírselo en el tono más suave y delicado posible, porque eso era lo que todos habían hecho.

Me llevaron a ver a Don Hilario, que era el esposo fallecido de la Sra. Beta. Él se encontraba en el ataud en medio de una sala a la que muchas veces entré corriendo para jugar con su nieta. Él se veía diferente. Su rostro mostraba una expresión de dolor que no comprendía y se encontraba tapado con algodones por todos lados. ¿Para qué tengo que ver esto?, pensé. No era el viejo amigable que me sonreía o que conversaba de vez en cuando con mis padres en mi casa. No era él, sencillamente.

Nunca más quise volver a acercarme a un ataud. Prefiero recordar a la persona como era, con sus sonrisas, sus enojos o sus comilonas. De hecho, en algún momento, me propuse ni siquiera asistir a otro velorio. Pero no pude.

En muchas ocasiones mis padres, mi novia o mis amigos me han animado a ir porque «eso es lo correcto». La verdad, terminaba yendo muchas veces por cumplir, porque era lo que se esperaba de uno.

Detesté los velorios y los entierros porque mi mente se concentraba en el dolor que observaba alrededor. Creo que dentro de mi cabeza reinaba la tonta idea que el dolor desaparecería si no lo veía, que la gente estaría menos triste si no la veía llorar, o que era más sencillo olvidar la partida de alguien si no era testigo del adios.

Me di cuenta que eso no era cierto. Una amiga me dijo alguna vez que muchos de nosotros intentamos escapar al dolor, pero que eso no es posible. El dolor no va a desaparecer negándolo. Tenía razón.

Aún me quedan algunos resquicios de ese temor pero ahora ya no voy sólo por el cumplimiento de un convencionalismo sino con el ánimo de reconfortar al amigo, aunque no lo logre. Sé que lo único que puedo hacer es decirle «siento el mismo dolor que tú».

Ahora sé que son las condolencias. Es expresarle a mi amigo que participo de su dolor, y al hacerlo, tratar de reconfortarlo.

¿Por qué escribo esto? Porque nuevamente me ha tocado asistir a la partida de una persona cercana. La esposa de un buen amigo de mi novia Liliana se fue hace poco. Creo que tenía la misma edad que nosotros, y seguramente mucho que vivir aún. Su pequeño hijo soltó unos globos blancos y su esposo -a quien conocía como persona cordial y alegre- se retiró por un momento a un lado de la ceremonia porque no pudo con su enorme tristesa.

Me puse a pensar lo que se siente perder a la compañera con quien planeas vivir toda tu vida, y eso me bastó para comprender su pesar y para decirle luego al final de la ceremonia que, en verdad, lo sentía mucho.