sábado, 7 de julio de 2012

A mis profes

Recuerdo que durante una clase de literatura en el colegio mi profesor se ufanó de haber tenido de maestros a los más destacados literatos que podíamos mencionar. Mis compañeros comenzaron a lanzar nombres y mi profesor nos decía el curso que había llevado con él en la universidad. Yo no pude resistir el reto y pregunté por uno de los ‘maestros de maestros’: LAS.

“¿Luis Alberto?”, le pregunté. No fue necesario que dijera Sánchez, su apellido sobraba en el contexto de la conversación. Mi profesor me indicó el curso que había disfrutado con el maestro y entonces comencé a pensar cómo habría sido llevar una clase con LAS. Todo un semestre con el maestro.

En otra clase recuerdo que mi profesor de Historia dejaba a un lado el libro de texto que nos indicaba el colegio y cargaba bajo uno de sus brazos un conjunto de obras que tenía marcadas con papelitos. Las abría y nos pasaba a leer un párrafo o dos de “Los Doce Césares” o nos mostraba una foto antigua del jirón de la Unión llena de banderas extranjeras en los balcones y tomado por la tropas chilenas que ya habían entrado a Lima, durante la Guerra del Pacífico. “Nadie era peruano en ese momento en el jirón de La Unión”, recuerdo que nos dijo.


Incluso ese mismo profesor le tocó el curso más ‘hueso’ que podría tener que enseñar alguien en un colegio: Educación Cívica. De mis experiencias anteriores  esperaba que el curso se desarrollara como unos inacabables 45 minutos en los que nos volverían a repetir el origen de la bandera, de la escarapela o del himno. Y a decirnos que la familia es la célula básica de la sociedad.

El primer día de Educación Cívica volví a ver al profesor llevando su cúmulo de libros bajo el brazo. Y nos comenzó a leer, de una manera ya habitual en sus cursos de historia, los orígenes de los conceptos cívicos que otros nos enseñaban ‘de paporreta’. Me maravillé cuando comprendí que esas ‘cosas’ que nos enseñaban sobre el estado, la nación y la familia tenían un sustento más elaborado y preciso del que hasta entonces les conocía. Mi profesor no me falló, me enseñó.

Si hasta ahora recuerdo estos episodios es porque ellos los hicieron importantes para mí. Recordar una clase de hace 25 años no es sencillo pero rescato el valor que le puede dar un buen profesor al tema más modesto que pueda encontrarse en el colegio.

Y luego fue mi turno de pasar por la universidad. Llevé la clase de historia del Perú con José Antonio del Busto y no la aprobé. La segunda vez me volví  a inscribir con él, a pesar de que tenía la oportunidad de inscribirme con el otro profesor –al ser más antiguo si llegué a alcanzar esa matrícula– pero preferí ‘sacarme el clavo’. Fue en esos momentos una decisión llevada más por la terquedad que por el reconocimiento de estar ante un Maestro. De eso me di cuenta después.

Él me hizo leer “Francisco Pizarro: el marques gobernador” y otros de sus libros, me hizo visitar el museo de historia y me pidió en un examen que le describiera lo que vi en esa visita. Cierto, sus exámenes descansaban mucho en la capacidad de recordar libros o visitas a museos, pero sus clases eran una viaje al Perú antiguo. Era como estar ante un relator de cuentos. Eso también lo recuerdo claramente.

Ahora, entiendo que una parte de lo que soy y de lo que pienso se lo debo a estos Maestros. Y doy gracias por haberlos conocido y haber sido uno de sus afortunados alumnos.