Si el miércoles anterior a Semana Santa tuvieron la imperiosa necesidad de pasar por un banco seguro van a concordar conmigo.
Debido a esas cosas del destino y la economía tuve que pasar por una de las instituciones financieras más grandes de este país, de la cual no soy ‘cliente’. Ello en buena cuenta significaba que me esparaba una larga espera ya que sin duda el dichoso ‘sistema’ de tickets le iba a dar preferencia a los clientes del banco, y de entre éstos a los que tienen más dinero en él.
Eso fue lo que sucedió. El sistema en mención me catalogó como ‘nada’ (letra B) y me hizo esperar una hora y media mientras veía que los clientes VIP y los clientes comunes del banco pasaban frente a mí. El banco, además, tenía dos ventanillas asignadas para atender a los clientes ancianos, mujeres embarazadas o con niños, o personas discapacitadas.
jueves, 1 de abril de 2010
domingo, 14 de marzo de 2010
La tierra bajo sus pies
El título de esta entrada es medio prestado. El original lo uso Alberto Fuguet en un post de su blog («La tierra bajo nuestros pies») y estaba acompañado por una foto que se convirtió en el símbolo del dolor y la devastación de Chile, luego del terremoto.
En esa foto un hombre sostiene, en medio de la destrucción dejaba por el tsunami, una bandera chilena rota y enlodada. Al verla uno no termina de convencerse que esos escombros que llenan la imagen alguna vez fueron parte de una ciudad de un país con el que tantas veces nos hemos comparado.
Chile se convirtió, por obra de la catástrofe, en el tema de conversación y de la noticia durante las últimas dos semanas. Sin embargo, antes se había convertido en nuestro benchmark, en el obligado punto de referencia para todo lo bueno y malo que nuestro país podía hacer en economía, negocios, cultura y hasta educación.
Con Chile desarrollamos así una relación ambivalente que se basaba, a la vez, en la envidia por sus asombrosas cifras económicas pero también en el rencor por las historias de maltrato hacia nuestros compatriotas.
¿Cómo confiar en un país que compra tantas armas, que maltrata a nuestros compatriotas, que se atribuye nuestro patrimonio, que nos ganó una guerra?
En esa foto un hombre sostiene, en medio de la destrucción dejaba por el tsunami, una bandera chilena rota y enlodada. Al verla uno no termina de convencerse que esos escombros que llenan la imagen alguna vez fueron parte de una ciudad de un país con el que tantas veces nos hemos comparado.
Chile se convirtió, por obra de la catástrofe, en el tema de conversación y de la noticia durante las últimas dos semanas. Sin embargo, antes se había convertido en nuestro benchmark, en el obligado punto de referencia para todo lo bueno y malo que nuestro país podía hacer en economía, negocios, cultura y hasta educación.
Con Chile desarrollamos así una relación ambivalente que se basaba, a la vez, en la envidia por sus asombrosas cifras económicas pero también en el rencor por las historias de maltrato hacia nuestros compatriotas.
¿Cómo confiar en un país que compra tantas armas, que maltrata a nuestros compatriotas, que se atribuye nuestro patrimonio, que nos ganó una guerra?
sábado, 6 de febrero de 2010
Yo también estuve ahí
Hubiese querido escribir esta entrada antes, pero ya me conocen, soy flojo. Sin embargo, como señala el dicho, «no hay mal que por bien no venga». Estos días de inactividad bloguera me han servido para revisar, con serenidad, lo que otros han escrito sobre el acontecimiento que es el centro de mi nueva crónica: el concierto de Metallica.
No me fue difícil encontrar las crónicas, de hecho, no tuve que hacerlo pues mi amigo Carlos, seguramente extasiado por el estilo de la crónicas que hallaba, me enviaba los enlaces para que yo también pudiera leer lo que otros habían vivido en el concierto.
Hay crónicas muy vivas, que te transportan a la cancha del estadio de San Marcos y te hacen sentir incluso el calor de los fuegos artificiales que reventaron durante esa noche. Las palabras, las interjecciones me dicen que esos blogueros no solo saben escribir bien, sino que de verdad sintieron el concierto en el alma.
Con Carlos, al final del concierto. |
Hay crónicas muy vivas, que te transportan a la cancha del estadio de San Marcos y te hacen sentir incluso el calor de los fuegos artificiales que reventaron durante esa noche. Las palabras, las interjecciones me dicen que esos blogueros no solo saben escribir bien, sino que de verdad sintieron el concierto en el alma.
viernes, 1 de enero de 2010
Primeras reflexiones de 2010
Se fue 2009, un año de cambios para mí. Y, sin duda, uno de los más significativos fue mi salida de la revista, luego de más de 12 años.
La verdad, aún me cuesta hacerme a la idea, o algo así. Cada mañana aún desayuno con mi taza 'Business' y al cambiarme en mi habitación veo la larga fila de revistas que durante más de una docena de años he guardado en mi librero, como si aún las necesitara para recordar algún viejo artículo mío o el de alguno de los amigos que han pasado por la publicación.
Y ciertamente hice muchos amigos. Vuelvo a darme cuenta de ello cuando abro mi Facebook o la lista de contactos de mi correo electrónico y observo la extensa lista de amigos catalogados como 'businescos', aquellos con los que trabajé en la revista. Ahí se encuentran algunos amigos que siguen trabajando como periodistas de negocios y economía, o que han encontrado su destino en el campo de la cultura o la literatura (sobre todo los ex correctores); también se encuentran amigas que ahora se encuentran en el extranjero dedicadas al esforzado trabajo de ser una buena madre, y otras dedicadas a actividades tan diversas como temas tenía la revista. Son muchos amigos y amigas, realmente.
Todo eso lo dejé atrás, de la misma forma en que otros lo hicieron hace ya bastante tiempo, o recientemente. Antes los veía desde el lado del que se quedaba en el barco, ahora me tocó a mí abandonar la nave.
La sensación fue rara, nada que yo hubiera podido imaginar. A pesar que la decisión fue un acto completamente racional el llevarla a cabo chocó con mucho de mis sentimientos. Quizás fue los años, el cariño, o simplemente la costumbre de hacer algo todos los días; no lo sé exactamente, pero sí me doy cuenta que aún no he digerido por completo la experiencia.
He trabajado en la revista más años de los que estuve en el colegio o en la universidad, he conocido más personas y más lugares de los que pensaba conocer, he viajado a las antípodas del mundo y aprendido mucho de lo hermoso y feo que puede ser la actividad del periodista pero, por sobre todo, he vivido casi toda mi vida profesional ahí. Creo que por eso aún mantengo esa rara sensación de pertenencia.
Sin embargo, mis días han cambiado.
Luego del desayuno enciendo mi computadora, ejecuto el navegador y reviso como quedó mi nueva casa con las noticias que le acabamos de 'subir'. Visito el portal y me doy cuenta que ya no escucharé la voz de David sino la de Franca, que ya no oiré el clásico «¿y compadre, cómo te fue?» de Carlos cuando vuelva de una comisión, que ya no tendré que llamar a Silvia para coordinar unas fotos y que desde mi nuevo sitio ya no escucharé a Giulianna, Mirta, Amelia o Liliana, o que al voltear mi asiento ya no escucharé las preguntas de Hedler o las risas de la señora María. Todo eso ya no sucederá.
Ahora, me reuno con Franca y Roxana, mis nuevas compañeras. Conversamos, coordinamos, y me doy cuenta que ya me acostumbré a ese cómodo sofá desde el que escucho mis instrucciones para la semana. Franca me invita un café y lo bebo mientras escucho sus ideas, y ella hace lo propio cuando escucha las mías. Este ritual, que nadie planeó pero que observamos en cada reunión, se va convirtiendo en parte de nuestras nuevas vidas; porque también es algo nuevo para ellas.
Son ya más de siete meses desde que cambié pero aún sigo tomando mi desayuno en mi vieja taza; quizás deba dejar de hacerlo y pedirle a Franca que saquemos una taza CIO, así podré guardar la anterior.
La verdad, aún me cuesta hacerme a la idea, o algo así. Cada mañana aún desayuno con mi taza 'Business' y al cambiarme en mi habitación veo la larga fila de revistas que durante más de una docena de años he guardado en mi librero, como si aún las necesitara para recordar algún viejo artículo mío o el de alguno de los amigos que han pasado por la publicación.

Todo eso lo dejé atrás, de la misma forma en que otros lo hicieron hace ya bastante tiempo, o recientemente. Antes los veía desde el lado del que se quedaba en el barco, ahora me tocó a mí abandonar la nave.
La sensación fue rara, nada que yo hubiera podido imaginar. A pesar que la decisión fue un acto completamente racional el llevarla a cabo chocó con mucho de mis sentimientos. Quizás fue los años, el cariño, o simplemente la costumbre de hacer algo todos los días; no lo sé exactamente, pero sí me doy cuenta que aún no he digerido por completo la experiencia.
He trabajado en la revista más años de los que estuve en el colegio o en la universidad, he conocido más personas y más lugares de los que pensaba conocer, he viajado a las antípodas del mundo y aprendido mucho de lo hermoso y feo que puede ser la actividad del periodista pero, por sobre todo, he vivido casi toda mi vida profesional ahí. Creo que por eso aún mantengo esa rara sensación de pertenencia.
Sin embargo, mis días han cambiado.
Luego del desayuno enciendo mi computadora, ejecuto el navegador y reviso como quedó mi nueva casa con las noticias que le acabamos de 'subir'. Visito el portal y me doy cuenta que ya no escucharé la voz de David sino la de Franca, que ya no oiré el clásico «¿y compadre, cómo te fue?» de Carlos cuando vuelva de una comisión, que ya no tendré que llamar a Silvia para coordinar unas fotos y que desde mi nuevo sitio ya no escucharé a Giulianna, Mirta, Amelia o Liliana, o que al voltear mi asiento ya no escucharé las preguntas de Hedler o las risas de la señora María. Todo eso ya no sucederá.
Ahora, me reuno con Franca y Roxana, mis nuevas compañeras. Conversamos, coordinamos, y me doy cuenta que ya me acostumbré a ese cómodo sofá desde el que escucho mis instrucciones para la semana. Franca me invita un café y lo bebo mientras escucho sus ideas, y ella hace lo propio cuando escucha las mías. Este ritual, que nadie planeó pero que observamos en cada reunión, se va convirtiendo en parte de nuestras nuevas vidas; porque también es algo nuevo para ellas.
Son ya más de siete meses desde que cambié pero aún sigo tomando mi desayuno en mi vieja taza; quizás deba dejar de hacerlo y pedirle a Franca que saquemos una taza CIO, así podré guardar la anterior.
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